Vivir con una estrella de cine es algo único. Uno se suele quedarse mirándola, como hipnotizado, esos ojos suyos de flash e imagen en blanco y negro. Así vivo, entre maravillado y ausente, creyéndome afortunado, y no me parece exagerado o ficción acabar como el mayordomo de El crepúculo de los dioses. Porque la belleza es la mayor de mis creencias, la más exigente, la más confortable y extraña, esa sensación perfecta donde dejo pasar las horas y los días que nos cobran crédito.
En los brazos de una estrella uno se siente protegido. Como toda la sabiduría de lo bello abrazado a nuestro cuerpo a medio construir. Ese animal potro que es la mujer hermosa, que atraviesa con su mirada, nos ve el alma y si es medianamente buena -es el caso - no se alarma, nos da una caricia a un lado y sólo nos pide nuestro afecto, nuestra pequeña devoción de desorientados, nuestro buen, regular o mal malestar en la cultura, una palabra redonda y todas nuestras manos por y para el desfiladero de su cuerpo. Soy afortunado, lo sé, por eso los estudios no me dejan de llamar para que ruede una nueva película, y como las de Warhol, yo únicamente pido que salga ella todo el tiempo, en esa pantalla grandísima que me recuerda su tamaño. Y que aparece igual que en mi cabeza, donde siempre la veo mirando desde sus ojos de bosque y selva. Se lo digo, y llora.
LA LABOR DEL TERMINATOR: Tomás Soler Borja.
Hace 10 horas
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