jueves, 14 de octubre de 2010

Oda a los Smiths

Siempre he creído que los Smiths me esperaban. Agazapados desde un rincón (tal vez iluminado) de una cubeta de discos. La voz operística de Morrisey. La velocidad rítmica perfecta de Johnny Marr (justo al tono de mi corazón). La melancolía absoluta. Depresión postcoital y noches calurosas en la terraza fría mirando directamente a la noche. Los Smiths están en nuestras madrugadas para devolvernos nuestro reflejo ojeroso, para aliviar todas esas heridas (los cortes profundos y los más frágiles), esa forma intensa de hacernos daño el mundo. Los Smiths son un refugio de conglomerado cálido, donde las verdades no se rodean; en poesía (en la buena poesía, quiero decir), al contrario de lo que cree la mayoría, no se dan vueltas en derredor, se dice todo a la primera.



Morrisey llora en cada palabra, grita con las flores en el bolsillo de atrás, mientras su camisa es cada vez más grande, holgada como las lonas de los circos. Los Smiths siempre jugaron con nuestras almas como hierba, por eso se contorsionaban danzando ágilmente, malabares músico-verbales. Siempre creí que algo como los Smiths debía existir en alguna parte. Tuve que perderme y encontrarme varias veces, hasta que una tarde, hace mucho, The Queen is Dead entró bajo mi cazadora, protegido como un niño famélico (el disco y yo, ambos). El dolor siguió, pero los Smiths, a partir de entonces, se quedaron, puede que para respirar pequeñas bocanadas de aire conmigo. No hay nada como respirar los Smiths.




[Bigmouth Strikes Again en directo, la cuadratura del círculo en el pop pluscuamperfecto de los 80. Bocazas, sí, pero lo justo]



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