Suelo buscar en las ciudades solitarias (también las ciudades bucean en mi soledad), antes que nada, las librerías y los espacios llenos de libros. Esos huecos que nos deja la vida y rellenamos con palabras impresas. El mejor refugio posible ante un mundo que se desmorona a cada instante, en esa caída eterna que nunca parece definitiva, como un resorte que impidiera el caos y la nada.

Mirar de lado esos títulos, autores, contraportadas...una opinión, una crítica reciente, una lectura parcial en el pasado. A veces no encontrar nada, como otra respuesta más que esconden esos objetos rectangulares, con ese vocerío silencioso que producen, entre el conglomerado y el cielo, entre los devotos y los despistados. Ese libro que nos salvo unas horas, una tarde, una semana, una vida. Los libros que recogen nuestra vida mejor que nadie y que nada. Que nos conocen como amigos íntimos, entre la luz solar de la tarde y el frío mortecino de la noche. Ese papel que, tal vez, nos sirve como manta gruesa y calurosa a la congelación de existir (todo escritor y lector tiene frío).
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