domingo, 2 de octubre de 2011

Greenberg, parecidos razonables

Greenberg es una auténtica joya escondida en las estantería de su videoclub. Y quizás está en él únicamente porque aparece un Ben Stiller magnánimo que habrá bajado su caché a un algo ridículo para ofrecer(se) cierto encanto indie en su currículum de comedia perpetua. Tal vez, y uno debe aprender a verlo y asumirlo, Greenberg posee cierta comicidad innata, pero tan turbia que uno no puede salir de ella más que dolido, jodido o algo peor que acaba por quitar el sueño. O con más alcohol en sangre, quién sabe.



La cinta narra la vida de un treinteañero-cuarentón, el tal Greenberg-Stiller, sin perspectivas de futuro, agrio como el vinagre y tremendamente poco hábil para el amor o las relaciones personales. Pero hete aquí que aparece una mujer que parece tener más resistencia que un batallón de infantería. Y para sorpresa de la mismísima existencia surge ese algo que no sabría cómo denominar (y no me pasa muchas veces), eso que constantemente mi generación lastimera (bueno, quizás sea yo el lastimero) lía en cada lugar por el que pasa. Otros lo llamaron desencanto. Desidia de inicios de siglo o algo así. Pongan ustedes el nombre.



Recomendación impagable del bueno de Henry Pierrot, al que últimamente debo una relectura de mi treintena avanzada. Neurosis snob o imparable decadencia personal.En todo caso una nueva visión de mis fobias y filias maduras (ay, me da que empiezo a ser interesante, eso tan terrible y temido). De conflictos en esta línea vivió siempre un Robert Crumb autoreferencial y le fue muy bien. Bueno, acababa siempre a lomos de una señorita, pero esa es otra historia. Echen un ojo a Greenberg y veánse reflejados en mil tics imposibles que todos creíamos únicos. Miren al espejo. Tela con lo que devuelve.





[Murphy y sus LCD Soundsystem, la última banda sonora posible de una nueva generación perdida]





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