Macaulay Culkin está más blanco que nunca. Creerme. Parece un espíritu lejano, distante, un olvido cruel de aquel niño sonriente que gritaba mucho y bien (mi hermano pequeño repetía en casa sus películas una y otra vez y por eso me las sé segundo a segundo, casi de memoria). Aparece cabizbajo y con el pelo ralo en los periódicos. Terry Richardson lo recicló hace tiempo y también se olvidó de él. Pienso bastante estas cosas en las terrazas frías de la ciudad, mientras sonrío ligeramente y como aceitunas en el Belmondo. Tenía mono de escritura (demasiado jaleo con este calor torpe de junio y julio, muchas presentaciones y pocas horas de sueño). Sin sueño parezco menos vivo. Supongo que la felicidad es sentirse pleno, y eso requiere horas de cama (en todos los sentidos). Han descubierto el bosón de Higgs ("el pegamento de la materia", dicen, qué grandísimo concepto, ay) y la luz de mi baño no deja de parpadear por mucho que la arregle.
Reviso Clercks y escucho esas producciones agradables e imperfectas de Joe Meek. El mundo puede ser muy sencillo, la música puede ser muy sencilla, en blanco y negro y sin grandes pretensiones de cambiarlo todo. Fotos de presidentes muertos. Y una sonrisa como flotador de tercipelo. Adoro ver reír. Llevó mucho tiempo con el mismo libro. Convivo con cierta poesía y esa tardes largas que acaban de noche, con la mesa sucia y los espejos con marcas. Marcas con un nombre que no borro, como arqueología del pasado reciente. Y esa sensación de cansacio agradable, pesado, como un muerto amigo que convive con uno. Y luego, no sé porqué, me viene Nadia Comaneci a la cabeza, como una figura sagrada, una santa de mi pasado (lleno de películas, noticiarios y cómics heredados). Las horas caen de un lado porque tú estás de ese lado.
[Estilo de felicidad Ellis]
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