El techno nacional (lo que popularmente se conoció como “bacalao”) siempre ha tenido mala imagen. De hecho, la escena valenciana (sí, una escena, con todas las connotaciones del término) y su extensión por la península murió, primero, de éxito y luego, también, por su propia imagen poco o nulamente cool frente a otras escenas de los 90 como la indie –con Alfaro y sus Surfin´Bichos-, que resistió mejor en términos de imagen y madurez. Porque, eso sí, la escena valenciana era inmadura, hedonista y plagada –teóricamente- de drogas hasta el exceso (otro de sus males y clichés). El seguidor de esta música mezcla de techno duro alemán y sonido ibicenco (especialmente en su lado más soft, con canciones electrónicas con estribillos y voces pop) sobrevivió a amigos enganchados (en general los adictos a anfetaminas y derivados –speed, etc.- no suelen serlo tanto en comparación a otros –heroína, cocaína fumada…-), idas de olla (hubo muchos, muchísimos enfermos mentales que pagaron los excesos de la noche -yo mismo he visto llorar infinidad de veces a algunos de esos bailarines-) y la sensación de perder algo. De hecho, la noche ya nunca fue igual.
Valencia era la meca y el punto central de todo. Las personas bailaban hasta la extenuación, no dormían en todo en un fin de semana y el lunes iban a trabajar o estudiar forzosamente. Se rozó el tener a toda una generación esquizofrénica e hiperactiva (además de sorda). Pero, también, y esto suele olvidarse, es una de las ocasiones más próximas que hemos tenido de poseer una escena propia underground y medianamente masiva (cualquiera que haya estado en una fiesta techno de los 90, la recordará como malsana y totalmente novedosa en este país –parecía ciencia ficción-). Los punks en el Reino Unido con algo similar hicieron su seña de identidad y lo han venido vendiendo desde entonces. Lo que ocurre es que no me imagino a nadie yendo a ACTV a hacerse una foto con un desfasado (pero, fijaos, yo también caigo en tópicos –es un momento tópico, de hecho, no es casualidad que en la memoria colectiva quedase Chimo Bayo y no otros creadores de más enjundia-). De hecho, ha sido una de las pocas escenas que ha provocado sonrojos a sus participantes (daba la sensación que no tenía validez por sí misma) y que era, más bien, un pasatiempo lerdo y casi analfabeto. Bailar, que yo sepa, junto al amor o el sexo, es lo más revolucionario que se puede hacer durante la noche (que se lo pegunten sino a la población negra norteamericana y a sus continuas revueltas). A mi juicio, se fomentó una imagen palurda de todo ello, además de infectada radicalmente por las drogas, cuando en realidad -y creo no exagerar- la mayoría no consumía drogas. Además, ha sido lo más cercano a una reacción juvenil ante un mundo plano y alienante en esto que llamamos España. Parece que todos decían: el fin de semana es para descansar (para tomar un poco de aire y continuar), pues no, bailemos como si fuese a terminarse el mundo. Si uno lo piensa bien, interesaba desacreditarlo. Una generación moviéndose (y sí, disfrutando también –aunque luego se le culpara por ello-).
NOVELA: Javier Mateo Hidalgo.
Hace 6 horas
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