miércoles, 29 de agosto de 2012

Revisando Trainspotting


Reencontrarse hoy con Trainspotting es hacerlo con ese cine reciente que pretendía desmontar el mundo (si eso puede ser vagamente posible) y de paso observar, a ratos con sonrisa incrédula a ratos con algo de amargura, al joven límite de aquellos terribles (y magníficos) noventa. Probablemente la cinta no derrumbó nada (a lo más, sirvió de pseudoeducación marchita en materia de drogas en más de un instituto). Todo continuó su marcha exactamente igual, pero hete aquí que la vida ha ido dando giros y encontrarse de nuevo con algunas de sus escenas tiene mucho de valor anticipatorio. De ahí, claro, ese especie de conversión progresiva en clásico contemporáneo (no sólo por sus mayúsculas cualidades artísticas).

Una revisión a estas alturas es necesaria, incluso imprescindible para comprender cierta evolución en las formas y derivas actuales (principalmente nuestras formas y derivas actuales, ya se habrán dado cuenta que lo de la droga es sólo uno de los pequeños temas a tratar). Pongámonos en antecedentes. Trainspotting, cuando menos, fue un hito comercial/existencial de los noventa y una referencia innegable de mi generación y aledañas (como también lo fue su impagable banda sonora, que la mayoría nos conocemos al dedillo). Recuerdo con total claridad ver ese póster naranja y blanco en la mitad de las habitaciones de estudiantes que conocí, y no porque fuéramos yonquis o pretendieramos serlo (a la mayoría nos revolvía las tripas un simple análisis de sangre). No, ya digo, no era eso. No creíamos, ni mucho menos, en la marginalidad (al contrario, de aquella pensábamos que el futuro era nuestro a placer, nos las prometíamos paradigmáticamente felices). Andábamos detrás de otras historias. Pero la cosa, ya saben, se torció.






Y es ahí justamente donde reside el mayor valor actual de Trainspotting (amén de su ironía posmoderna, diálogos sobresalientes y más de una broma instalada en el imaginario colectivo). Su principal valía es la profunda predicción global de la cinta. Ese comienzo ("Elige la vida. Elige un empleo...") no era más que un aviso amargo que se nos hacía a una generación ingenua, medianamente caprichosa y acostumbrada a que las cosas salieran siempre bien. Trainspotting lo insinuaba (te la van a jugar, amigo), y cosas de entonces, reíamos y repetíamos ese extraño escupitajo de cualidades literarias -sigue siendo plenamente reivindicable la novela de Irvine Welsh- con un algo de alivio en nuestra maltrecha vida (nada comparable con lo que se nos avecinaba, claro).

Ahí estaban los toques de atención con el desempleo, el asunto de hipotecar vidas (e inmuebles), desencanto, parejas que no funcionaban, dolor, la gilipollez general (que era la nuestra), la violencia, el derrumbe de las amistades... Todo compensable con nuestra juventud y nuestro inmenso deseo de merendarnos el mundo. Mark Renton no era más que un chiquillo despierto, pensábamos (como podríamos serlo nosotros). Y no, no era eso, Renton era un jeta, un perfecto egoísta que ya entonces no creía en nada. Al final ni siquiera en drogarse o evadirse de esta irrespirable realidad. Sólo el dinero, el maldito dinero, una vez más. Trainspotting era (y sigue siendo) un toque de atención con las odiosas reglas del juego. Al poco Iggy Pop ya estaba vendiendo su pecho brillante a una marca de perfume muy chic. Otro intento fallido. Y la mayoría sin enterarse.









[Desde las cloacas de Escocia al corazón de Occidente. Trainspotting, un sorprendente aviso de la Historia]







martes, 21 de agosto de 2012

Envenenados por la edad


Soy un fan confeso de Larry Clark. Creo haberlo dejado claro aquí y en varios artículos por ahí publicados. Más que en en su cine (con ciertas deficiencias narrativas y de guión), creo en su estética, en su modo de entender la imagen posmoderna y su protagonista supremo, el adolescente en caída libre (hacia ninguna parte). Ya desde aquel libro fundamental que fue Tulsa, Clark no ha dejado de desarrollar y ampliar el mundo adolescente hasta sus extremos más vergonzantes y heroicos. Porque aunque pueda sonar a tópico y frase hecha, es cierto que en su caso no los juzga o los imprime de moralina de segunda o lecciones fáciles para iniciados en esto del vivir (un defecto demasiado común en el cine de Hollywood). Clark entiende a la perfección que ellos guardan un secreto, una visión única y esclarecedora de la sociedad y sus muchos defectos. De hecho, parece señalar que son su más fiel reflejo, su enfermedad y contradicción, tal vez su única esperanza. Seres puros que pululan entre lo infecto. No hay que olvidar tampoco que poseen ese valor tan ostentoso y molesto, la juventud y la no fatiga. Todo el cine y fotografía de Larry Clark no es más que un canto -hermoso y en bastante medida admirativo- a esos chicos y chicas que viven al límite, próximos al delito, las drogas o el sexo sin protección. Un continuo deambular por su interior y que inevitablemente siempre parece acabar en más dosis de dolor. Condenados por quererlo todo.





Another day in paradise (traducido aquí desastrosamente por Al final del Edén) es el segundo largometraje de Clark, después de aquel hito fundacional que fue Kids y que nos dejo a todos sobrecogidos durante demasiado tiempo. Pasado el efecto sorpresa de aquel Nueva York hedonista y sin ningún tipo de futuro para el joven medio (más allá del sexo fugaz, las drogas y los monopatines), Clark decide hacerse con  un par de nombres respetables, la Griffith y James Woods, como sendos compañeros de correrías y de paso dar solvencia a su propuesta en las taquilllas comerciales. Un maldito con abultada cuenta bancaria, que siempre se lleva mejor (o ahí estaba, creo, la aparente pretensión). Ahora la historia va de un par de quinceañeros  que se asocian con dos convictos maduros habituados al pillaje profesional. Algo así como dos dúos de Bonnie & Clyde. La cinta desluce en algún momento, la verdad, eso no evita momentos memorables y algún otro verdaderamente fascinante. Una banda sonora de alma negra y un descenso a los infiernos irregularmente creíble. Con todo, Another day in paradise no deja de ser lo que todo proyecto de Clark acaba siendo, una vuelta de tuerca más a la hora de comprender ese universo adolescente, infatigable y en infinita subversión con los otros. Sí, nosotros, los adultos más odiosos. Envenenados por la edad.













[Primera parte. Extensiones terrenales del paraíso]







jueves, 9 de agosto de 2012

Manual para un posible apocalipsis


Por fin lo tengo en mis manos. Por fin lo he leído-bebido como un manatial. Creo que estoy/estamos ante una obra visionaria, un verdadero signo de los tiempos. Y sí, hablo de El hombre del tiempo muerto (Origami, 2012), el nuevo objeto incendiario de Alfonso Xen Rabanal. Si muchos se han empeñado en ver lejos, muy lejos, las posibles respuestas, deberían sorprenderse y muchísimo cuando las encuentren todas juntas, bien empaquetaditas, aquí, y no en el Financial Times (la economía es sólo una parte de la realidad, por mucho que se empeñen obsesivamente algunos). El tiempo del hombre muerto es lo más parecido a un grito agudo en esta desesperante sociedad atrofiada e inhumana, no es extraño pues identificarse, poética y vitalmente, con la mayor parte de la narración-verso que incluye esta obra fundamental y viva, demasiado viva para cualquier lector (casi palpita como un corazón arrancado del pecho). Por eso no puedo más que asentir y sufrir en la multitud de sus líneas divergentes ("Que sí, tú... que la culpa es de los inmigrantes, las mujeres, los funcionarios... de todo dios menos de esa parte de nosotros que vive engañada por el paraíso ficticio..." y sigue, porque la cosa sigue), perderme, desorientarme o volver a hacerme las preguntas de siempre ("Vivimos ya los tiempos que no son nuestros... a cada generación le llega ese momento en el que decide pararse y se abandona... se deja ir..."). 






Y pensar, el cabrón vuelve a dar en la diana, otra vez, como esa gente que no deja de acertar y molesta mucho a nuestra verdad de medio pelo, sujeta en la inercia tonta de la nada. Demasiada verdad no es tolerable para los supervivientes. En ese punto estamos. Decía cierto escritor muerto, que la verdad es siempre poesía. Por eso mismo siento y defiendo este El hombre del tiempo muerto como una maratón puramente poético, un buen escupitajo en la frente, esa perfecta combinación de sangre, semén y orina que debe ser un buen libro. Aquí no faltan diatribas, divagaciones estilísticas, buceo al estilo Céline, la sombra de la muerte, Burroughs, cierto hedor conocido y esa agradable sensación de placer confortable mientras se habita el caos. Mr. Xen vuelve a dar en el clavo después de ese aviso anticipado que fue La cámara de niebla (Eclipsados, 2008). Pero si aquella cámara avisaba, este tiempo nos pilla ya incendiados y hartos de ir encima de un tren muerto que no lleva a ninguna parte, en todo caso a un fin predecible en el que no somos más que carne desgastada. Porque El hombre del tiempo muerto desconfía y mucho de la silicona, los gadgets, las falsas sonrisas... todo eso que aparentemente hace la vida mejor y que justamente dinamita esa verdad que últimamente ya parece un lujo de ociosos o nostálgicos. Están a tiempo de leer este manual del último y más reciente apocalipsis. Su última oportunidad.











[Lo venimos avisando... Agoreros de fin siglo, Lagartija Nick]